Era mi cumpleaños. Habíamos reservado el viaje con anterioridad. Destino Nueva York. Nunca pensé que mis 35 años los celebraría en la ciudad que nunca duerme.
Estar en Nueva York era como caminar por un gran plató, pisar por los mismos lugares de aquellas famosas películas o series que tantas veces habíamos visto juntos y que ahora podíamos adentrarnos en ellas como si estuviéramos cumpliendo sueños a cada instante.
Esa noche cenaríamos en un famoso restaurante, un lugar en el que escritores, músicos y ex presidentes ya habían estado en otro momento y dejado un objeto de recuerdo que ahora formaba parte de la decoración del comedor. Un escenario que contaba historias con solo respirarlo.
Un camarero que hablaba un perfecto español nos acompañó a nuestra mesa, y al decirle que estábamos de celebración nos prestó una atención especial, haciendo de aquella velada un momento inigualable.
Durante la cena conversábamos de manera animada, saboreamos cada plato como si fuera el último. Observamos cada firma en la pared, cada objeto que colgaba del techo de la sala, e imaginamos el día que cada personaje ilustre estuvo allí, donde ahora nos encontrábamos nosotros, y divagamos sobre lo pequeños que nos sentíamos y que el poder viajar tan lejos te da esa perspectiva de que el mundo es mucho más que nuestro pequeño universo de cotidianidad.
Cuando íbamos a pedir el postre, nos dimos cuenta de que prácticamente estábamos solos en aquel exclusivo restaurante, ya no por su comida, que no era para paladares sibaritas, sino por su historia. Y empezamos a notar cierto revuelo entre el personal que de manera tan exquisita nos estaba atendiendo.
Tardaron en tomarnos nota, y sin tener ya ningún otro cliente nos extrañaba.
Finalmente se acercó el camarero, cogió la comanda y a los pocos minutos nos trajo lo que habíamos decidido tomar.
Oímos voces fuera, revuelo, y al girarme vi entrar a unos seis hombres vestidos con trajes oscuros y corbatas que empezaron a inspeccionar el restaurante.
Nosotros nos quedamos más fríos que los helados que estábamos a punto de saborear. Sin saber qué pasaba se nos acercaron, y en inglés nos dijeron que si queríamos terminar de cenar tenían que custodiar nuestros teléfonos móviles.
Sin mediar palabra accedimos y se los entregamos.
Minutos después y sin poder creer lo que pasaba entró por la puerta el mismísimo presidente de los E.E.U.U y la primera dama: Donald Trump y su esposa Melania.
– Esto no puede estar pasando- dije en voz baja, casi imperceptible al oído humano.
Mi pareja y yo no sabíamos cómo reaccionar. La presencia de estos personajes a tan pocos metros de nosotros nos impresionaba, nos parecían hasta más altos. Eran como una caricatura salida del papel cuché, una imagen en tres dimensiones, dos muñecos que habían cobrado vida.
De manera educada, y con una sonrisa muy forzada, sobre todo en Melania, nos dieron las buenas noches, algo muy típico del populismo barato que lleva hasta la extenuación el presidente Trump.
Nosotros respondimos de la misma manera, es decir, educados.
Desde ese momento creo que Trump y yo empezamos a competir a ver quién de los dos cogía un color de cara más poco natural. Él, vete a saber por qué, si por como dicen las malas lenguas debido a los rayos ultravioletas, y yo, por costumbre; en situaciones desagradables para mí, como la vergüenza, empiezo a ponerme roja, y más roja y más roja. Creo que esa noche llegué a mi límite, y con 35 años.
La noche se había tornado demasiado excitante, para dos personas que lo único que buscaban era construir nuevos recuerdos a base de observar objetos de ilustres visitantes. Pero encontrarlos cara a cara, y nunca mejor dicho, sobrepasaba todos los límites inimaginables.
Tomamos nuestros postres de forma rápida, sin degustación y pedimos la cuenta. Donald y Melania conversaban con el dueño del restaurante, que había llegado poco antes avisado por sus empleados, suponemos ante tan inquietante visita.
En algunos momentos nos miraban y sonreían, como esperando que pidiéramos a su servicio de seguridad que les rodeaba, acercarnos para esa fotografía que quizá muchos quisieran tener.
Pero lo cierto es, que aunque impresione mucho tener cerca al presiente de un país tan influyente, cuando se te pasa el impacto recuerdas que es el mismo racista, machista y cruel que ves por televisión. Simplemente ha estado en el lugar adecuado en el momento justo.
Así que recogimos nuestros móviles y fuimos a seguir disfrutando de la noche de la ciudad que nunca duerme.
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