Conservo aún el papel del último regalo que me hizo mi padre. Fue por mi mayoría de edad, cumplía dieciocho años. Me lo dejó sobre la mesilla de noche. Yo dormía. Él salía de casa como cada mañana a las seis y media para ir a trabajar. Desde que mi madre falleció todo había cambiado. Ella no estaba y dejó vacío, dejó una vida por vivir, dejó besos no dados y abrazos desvanecidos.
Pocos minutos después de que mi padre se marchara sonó la alarma. Y vi su paquete. Aún media dormida y entre bostezos lo abrí a toda prisa. Era un libro, el libro del que tantas veces le había hablado.
Lo tomé entre mis manos y lo apreté fuerte contra mi pecho, como queriendo abrazar las palabras. Y el papel que lo envolvía, de colores rosas, violetas y grises, lo doblé muy despacio, en cuatro partes. De manera instintiva lo olí y lo dejé en el primer cajón de mi mesa de estudio.
Le escribí un wasap, “gracias papá, tqm 🙂 “, y me puse en pie para darme una ducha y esperar a J para ir a clase.
El día se presentaba duro, último año de instituto, y los profesores recordándonos cada segundo que nos jugábamos nuestro futuro, me sentía como en Matrix, si pasas este curso irás a un mundo donde todo será perfecto o si no será el caos, te hundirás en la miseria. Vaya mierda.
Pero nunca llegué a intuir que ese día, justo ese día, la matraquilla de los profesores versión Matrix sería la menor de mis preocupaciones.
A las 11:17 minutos recibo una llamada. Preguntan por mi nombre y apellidos, y todos sabemos que eso nunca es bueno. Era del hospital. Mi padre. Se había caído de un andamio, estaba grave.
Me mareé, J me preguntaba qué es lo que pasaba, cogí mis cosas y me fui en un taxi hasta el hospital. En urgencias nadie parecía escucharme:-¡mi padre, por favor, mi padre¡-.
Una chica vestida con un uniforme verde, me atendió, y me dijo que estaba siendo intervenido. Que fuera a la sala de espera. Ya me avisarían. Resignada y sola hice caso a la mujer de verde. Y me senté al lado de una señora de unos ochenta años de ojos llorosos y mirada perdida. Ella también estaba sola.
Saqué de mi bolso el libro que esa misma mañana mi padre me había regalado. “La ternura” del escritor Roy Galán. La lectura haría que el tiempo pasase más rápido, y leer su regalo era la única manera que se me ocurría de conectar con él. Yo rezar no sabía.
Pasaban las horas, y me había conseguido sumergir en la lectura. Sonreí, lloré, y me terminé el libro. Y la señora de verde, mientras, me decía que tenía que seguir esperando.
Miré la hora en mi móvil, las 15:25. Suena por megafonía el nombre de mi padre; había noticias. Me llevan a una sala, había dos médicos y la mujer de verde.
Uno de los médicos me comenta que la operación había sido muy complicada, que mi padre cayó desde cinco metros de altura, y empezó a hablar y hablar. Me temblaban las piernas. Finalmente me dijo que no se pudo hacer nada más: “Su padre ha muerto”.
Han pasado veinte años, conservo aún el papel del último regalo que me hizo mi padre.
Hace 20 años serías la única q tenía wasap. Esto es ficción, no?
Exacto, todo el relato es ficción. Muchas gracias por el comentario. Saludos!!
Hace 20 años serías la única q tenía wasap.
Bonito relato.
Muchísimas gracias!! Estos comentarios me ayudan a seguir escribiendo y aprendiendo. Saludos
Bonito relato y no me repito..el wassap…ejem ejem..
Muchas gracias por comentar, siempre me ayudan. Al ser un relato de ficción no creí que el detalle del wasap le restara crediblidad a la historia, pero tomo nota. Saludos,